Todos hemos oído hablar una o muchas veces de la revolución industrial, un
proceso de transformación económica que alumbró el mundo contemporáneo y que,
por su envergadura y consecuencias, sólo es comparable a la revolución
neolítica que ya vimos aquí en LCH hace unas semanas. De la revolución
neolítica nos separan varios milenios, pero no de la industrial, esa nos cae
muy cerca, tanto que probablemente sigamos inmersos en ella y no lo percibamos
así porque carecemos aún de perspectiva histórica y visión de conjunto. Haya
terminado o no, el hecho que es que la revolución industrial cambió el mundo.
Nada, o casi, volvió a ser igual desde que aparecieron las fábricas, el uso de
máquinas se generalizó, la productividad se disparó y, como consecuencia de
todo ello, la población aumentó como nunca lo había hecho antes. Nuestro mundo
sería inexplicable sin todos los cambios que se produjeron a finales del siglo
XVIII-principios del XIX. Al principio sólo en Gran Bretaña, luego ya en
algunos puntos del continente europeo, posteriormente en América y finalmente
en todo el mundo. Los estudiosos llevan dos siglos haciéndose preguntas en
torno a este fenómeno, preguntas que, en mayor o menor medida, todos nos hemos
hecho alguna vez como por qué el despegue industrial se produjo en Inglaterra
y no en otras partes de Europa que parecían tanto o más idóneas que las islas
británicas para un salto semejante. Esto ha llevado a muchos a plantearse la
naturaleza íntima de la industrialización, ¿qué fue primero?, ¿la máquina o la
fábrica?, ¿qué papel tuvieron las instituciones financieras que habían nacido
en Italia y los Países Bajos en los siglos precedentes?, ¿y el comercio
interoceánico que siguió a los viajes de descubrimiento de portugueses y
españoles? Todo tuvo su importancia y se combinó de tal manera que hizo
posible que, a mediados del siglo XVIII, el occidente europeo estuviese ya
listo para dar el salto. Pero en el relato tradicional no suele incluirse un
ingrediente fundamental que hoy, con Alberto Garín como director de orquesta,
veremos con más detalle: la importancia de la América hispana como mercado que
propulsó las manufacturas inglesas. Visita salvat.com/colecciones/grandes-
mapas-historia/ y descubre más sobre la colección Grandes Mapas de la de la
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Nada, o casi, volvió a ser igual desde que aparecieron las fábricas, el uso de
máquinas se generalizó, la productividad se disparó y, como consecuencia de
todo ello, la población aumentó como nunca lo había hecho antes. Nuestro mundo
sería inexplicable sin todos los cambios que se produjeron a finales del siglo
XVIII-principios del XIX. Al principio sólo en Gran Bretaña, luego ya en
algunos puntos del continente europeo, posteriormente en América y finalmente
en todo el mundo. Los estudiosos llevan dos siglos haciéndose preguntas en
torno a este fenómeno, preguntas que, en mayor o menor medida, todos nos hemos
hecho alguna vez como por qué el despegue industrial se produjo en Inglaterra
y no en otras partes de Europa que parecían tanto o más idóneas que las islas
británicas para un salto semejante. Esto ha llevado a muchos a plantearse la
naturaleza íntima de la industrialización, ¿qué fue primero?, ¿la máquina o la
fábrica?, ¿qué papel tuvieron las instituciones financieras que habían nacido
en Italia y los Países Bajos en los siglos precedentes?, ¿y el comercio
interoceánico que siguió a los viajes de descubrimiento de portugueses y
españoles? Todo tuvo su importancia y se combinó de tal manera que hizo
posible que, a mediados del siglo XVIII, el occidente europeo estuviese ya
listo para dar el salto. Pero en el relato tradicional no suele incluirse un
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