Tras la llegada de Cristóbal Colón a América en 1492, se puso en marcha en
este continente el proceso urbanizador más extendido, prolijo y exitoso de
toda la historia universial. Un siglo después, para el año 1600, América
contaba con centenares de ciudades que iban desde Norteamérica hasta el cono
sur. Hubo algunos años, como el de 1536, en el que llegaron a fundarse hasta
veinte ciudades repartidas por todo el continente desde lo que hoy es México
hasta lo que hoy es Argentina. Esta actividad urbanizadora, sin parangón en la
historia, obedeció a la imperiosa necesidad que la Corona de Castilla sintió
de organizar políticamente los nuevos territorios conquistados para proceder
así de una manera ordenada a su poblamiento y su aprovechamiento económico.
Que dicha organización del territorio se vertebrase en torno a las ciudades de
nueva planta no tiene nada de sorprendente. El mundo medieval mediterráneo,
del que formaba parte Castilla, así lo había hecho, como ya tuvimos ocasión de
ver en La Contrahistoria dedicada a las ciudades medievales. Una costumbre que
los pueblos mediterráneos de la Edad Media habían heredado de los pueblos
mediterráneos de la Antigüedad, los griegos y los romanos, que con sus polis y
sus civitas habían tejido una tupida red urbana a lo largo y ancho de todo el
Mare Nostrum. Estas ciudades antiguas no consistían en la forma de diseñar las
tramas urbanas o construir los edificios, sino las formas jurídicas que
escogían los ciudadanos para organizar la vida en común. Como Alberto Garín
nos explicó en aquella ContraHistoria, una ciudad antigua o medieval era, en
esencia, una comunidad de hombres libres que mostraban la isonomía (la
igualdad ante la ley) de esa misma comunidad mediante un reparto equitativo de
los solares de la ciudad, por lo que tendían a hacer tramas urbanas regulares.
Sin embargo, en los estudios sobre el urbanismo americano desarrollado en el
siglo XVI esta cuestión jurídica suele ser tenida poco en cuenta. Por lo
general, se priman otros argumentos a la hora de tratar de explicar por qué
las ciudades americanas de los siglos XVI y XVII se hicieron como se hicieron,
poniendo el acento en los tratados urbanísticos del Renacimiento o, incluso,
en las decisiones políticas de los monarcas españoles, en especial, Felipe II
con sus ordenanzas de urbanismo de 1573. Pues bien, hoy, con Alberto Garín de
nuevo, vamos a recorrer ese fenómeno espectacular de creación de ciudades,
tratando de mostrar por qué los eruditos o los monarcas renacentistas tuvieron
mucho menos peso que los ciudadanos que emigraron a América desde Europa para
levantar y poblar aquel paraíso urbano que en sólo unas décadas le cambió la
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Tras la llegada de Cristóbal Colón a América en 1492, se puso en marcha en
este continente el proceso urbanizador más extendido, prolijo y exitoso de
toda la historia universial. Un siglo después, para el año 1600, América
contaba con centenares de ciudades que iban desde Norteamérica hasta el cono
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historia, obedeció a la imperiosa necesidad que la Corona de Castilla sintió
de organizar políticamente los nuevos territorios conquistados para proceder
así de una manera ordenada a su poblamiento y su aprovechamiento económico.
Que dicha organización del territorio se vertebrase en torno a las ciudades de
nueva planta no tiene nada de sorprendente. El mundo medieval mediterráneo,
del que formaba parte Castilla, así lo había hecho, como ya tuvimos ocasión de
ver en La Contrahistoria dedicada a las ciudades medievales. Una costumbre que
los pueblos mediterráneos de la Edad Media habían heredado de los pueblos
mediterráneos de la Antigüedad, los griegos y los romanos, que con sus polis y
sus civitas habían tejido una tupida red urbana a lo largo y ancho de todo el
Mare Nostrum. Estas ciudades antiguas no consistían en la forma de diseñar las
tramas urbanas o construir los edificios, sino las formas jurídicas que
escogían los ciudadanos para organizar la vida en común. Como Alberto Garín
nos explicó en aquella ContraHistoria, una ciudad antigua o medieval era, en
esencia, una comunidad de hombres libres que mostraban la isonomía (la
igualdad ante la ley) de esa misma comunidad mediante un reparto equitativo de
los solares de la ciudad, por lo que tendían a hacer tramas urbanas regulares.
Sin embargo, en los estudios sobre el urbanismo americano desarrollado en el
siglo XVI esta cuestión jurídica suele ser tenida poco en cuenta. Por lo
general, se priman otros argumentos a la hora de tratar de explicar por qué
las ciudades americanas de los siglos XVI y XVII se hicieron como se hicieron,
poniendo el acento en los tratados urbanísticos del Renacimiento o, incluso,
en las decisiones políticas de los monarcas españoles, en especial, Felipe II
con sus ordenanzas de urbanismo de 1573. Pues bien, hoy, con Alberto Garín de
nuevo, vamos a recorrer ese fenómeno espectacular de creación de ciudades,
tratando de mostrar por qué los eruditos o los monarcas renacentistas tuvieron
mucho menos peso que los ciudadanos que emigraron a América desde Europa para
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